Me retiro

Marc Marbà, Minuto111.wordpress.com

El momento de decir adiós al fútbol es una de las peores sensaciones de la vida futbolística. A pesar de esto, hay que diferenciar tres fases: intuirlo, aceptarlo y contarlo. Y después llegará el paso definitivo de hacerlo.

Y aquí están estos tres-cuatro escalones que se van desenvolviendo poco a poco, y en el momento que llegan, se me hace imposible pensar cual de ellos es más difícil. Para algunos, el peor de los momentos será la intuición. Puede que sea el más doloroso.

Mientras un día estas jugando tranquilamente, llega de golpe una intuición aliñada de pánico que te dice que eso se ha terminado. Y es que el momento llega así. Cualquier gesto, o mal gesto de rodilla, cualquier balón al que no llegas, cualquier detalle de un pase fallado. Puedes llegar a encontrarte en medio de un partido y sentir que ni tu cuerpo ni tu mente responden a la velocidad que las conoces. Y entonces sucede. Cualquier intuición transciende como el peor presagio. Estar con las botas puestas en un terreno de juego, abstraerte de todo, mirarte y decir: «esto se acaba, acéptalo”.

Y aquí entramos en el segundo punto: aceptarlo. A veces a regañadientes, casi siempre en desacuerdo contigo mismo. Tu mente se pregunta: ¿Cómo vas a dejarlo?. Y a las muchas preguntas se suman frases para intentar autoconvencerte. «Seguro que puedo aguantar», «Hay que ponerse un poco en forma», «No te desanimes, coño»… Y es que el primer paso para aceptarlo es negarlo, y luego acaba cayendo por su propio peso. Después de la primera intuición pueden pasar días, semanas, o meses. Pero en el momento en que lo aceptas, tu cuerpo también claudica. Llega el momento en el que te dices a ti mismo. «Lo dejo, me retiro”. Y aceptas que no pasarás más la revisión antes del partido o que no buscarás tu nombre en la convocatoria en el último entreno. Aceptas que se ha terminado, y que no i a entrenar un día de lluvia.

El momento de aceptarlo es un paso importante. Firme y nostálgico. Lleno de recuerdos, vacío de comprensión. Sólo aquel que lo deja conoce todos y cada uno de los porqué. Son demasiados para contarlos de una tajada. Así que después de aceptarlo, llega el momento por el que ningún futbolista ha estado enseñado: cuéntale a tus compañeros que «cuelgas las botas». Prepárate para encontrar algunos que te responderán con desinterés: «va, no te creo», otros que te mirarán pensando «lo que tu digas, pero la temporada que viene nos veremos», o hasta puede que el mismo míster te invite a «vente a probar en pretemporada a ver como te encuentras». Fuera del vestuario, se lo has contado a tus amigos, a tu esposa y te has mirado a tu hijo cuando volvías de entreno a las once de la noche. En ese entorno, por primera vez desde que juegas, has encontrado comprensión. Siempre has luchado en contra de ellos, has remado para hacerles entender lo importante que era para ti el fútbol. Pero a pesar de todo, les has hablado de tu decisión y te han apoyado. Y es que nunca te han llegado a entender del todo.

Bueno, así que ya lo has intuido, lo has aceptado y lo has contado. Llega el momento de hacerlo. Coge tus botas y guárdalas en el fondo del armario cuando acabe la temporada. Guárdalas sabiendo que no las vas a sacar en la próxima. Ni vas a ir a comprarlas. Guarda «la bolsa del fútbol», siendo consciente que la próxima vez que la llenes se habrá convertido en la bolsa del gimnasio, la bolsa del fin de semana, o la bolsa de las toallas y los pañales del peque. Guarda las espinilleras en ese cajón de recuerdos. No las tocarás más. Siempre te habían molestado y ahora te las volverías a poner ni que sea para ir a comprar el pan. Y es que dejarlo conlleva muchos gestos, retirarse requiere hacer muchas cosas que nunca harías, dejarlo es sentarse en la grada a mirar el partido pensando «podría estar yo allí». Dejarlo es ver al Central de Regional y saber que podrías hacerle un nudo si estuvieras jugando.

A pesar de esto, si en algún momento eres capaz de mirar atrás y pensar todo lo que te ha dado el fútbol, ¿estás seguro que no te pondrías de rodillas y le darías las gracias por todo? Porque a pesar de colgar las botas, un futbolista se siente futbolista hasta que él quiere. Yo no dejaría de hacerlo.

El Central de regional

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Todos conocemos a un central que juega en categorías regionales, pero no todos conocemos «El Central de Regional». En todos los equipos hay defensas centrales, pero no son lo mismo. Para ser El Central de regional, hay varias cosas que son incuestionables.

La premisa número uno es clara: El Central de Regional juega siempre. No hay excusas, ni lesiones, ni bautizos. Él no conoce lo que son los cambios de hora de partido, ni los horarios del trabajo. El Central de Regional siempre juega. Y lo más bonito de todo es que juega porque él quiere, porque el entrenador lo necesita, porque lo pide el equipo y lo adora el público. No hay discusión alguna. El equipo está conformado por él y diez más. Se lo ha ganado a pulso.

Una de las razones por las que se ha ganado esta benevolencia, es porque El Central de Regional no conoce el dolor. De hecho, no hay duda que su limbo de sufrimiento en comparación con el resto de los humanos está por encima de lo común. Puede tener un dedo dislocado, una cicatriz, la nariz sangrando o una herida profunda. Siguen jugando. Sólo ellos saben lo que sufren, y todos los admiramos. Botas rotas o pantalones agujereados. Siguen jugando

El Central de Regional siempre sale al campo con la cabeza alta, vistiendo esa camiseta que desprende muchas batallas, muchos campos jugados y muchas guerras de domingo. No conoce escenarios dónde achicarse ni campos para esconderse. Cuándo juega en casa, él es el rey, y en campo rival, siente el respeto que el contrincante le tiene.

Una de las grandes características de El Central de Regional, es que trata el balón con destreza encubierta. A ojos de cualquier espectador, parecería un leñero del tres al cuarto, un repartidor de pases a media espinilla, un lanzador experto de balones por encima de la verja del campo. «Ay! Cuántos balones ha perdido El Central de Regional!» se oye a veces desde el bar. Pero nada de eso es así.

Cuándo hay un balón aéreo dividido, él grita más que nadie y ese balón es suyo. Siempre. Lo sé yo, y lo saben los 22 jugadores que juegan. Si El Central de Regional chilla, lo mejor que puedes hacer es apartarte, sino quieres acabar viendo pajaritos. En la estrategia ofensiva, sus cabezazos prodigio se convierten en martillos para los rivales. La de goles y puntos que ha dado in extremis! Otra de las grandes facetas de El Central de Regional es que aparecerá siempre en medio de las discusiones dialécticas (o no tan dialécticas) con los rivales; tendrá diálogos desgañitados con el señor colegiado e impartirá justicia propia cuándo considere oportuno. Si hay que impartirla con alguien de la grada, también se pueden compartir un par de impresiones. Para él, la semana ha sido creada con un fin: el partido del domingo a las 12h. Todo lo otro le sabrá a poco.

Lo más curioso de todo, es que esa cara de gruñón, incluso de mala leche dentro del campo, se convierte en el hombre más tierno del planeta cuándo termina el partido. Habría que investigar la capacidad que tiene El Central de Regional de pasarse 90 minutos repartiendo hostias como panes, para cuándo el árbitro pita el final del partido se convierta en un trozo de pan.

Una vez duchado, le podrás ver sentado en la terraza del bar con su cerveza bien fresquita, mientras controla a su hijo que ya hace sus primeros pinitos en el fútbol. Precisamente, en la portería dónde su padre ha conseguido el gol de la victoria. Él bebe otro trago largo y sonríe orgulloso.

Larga vida a «El Central de Regional».

Entrenando bajo la lluvia

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Entrenar bajo la lluvia parece un ejercicio meritorio a ojos ajenos. Parece que sea un prodigio ponerse las botas a las 21:30h de la noche con un chaparrón considerable, o ejercitarse en un césped que se convertirá en tu peor aliado cuando recibas un pase. Parece una heroicidad vestirse con un chubasquero que quedará empapado dos minutos después del calentamiento. Tonterías.

Los entrenos bajo la lluvia se valoran como ejercicios de gladiadores cuándo el viento sopla en diagonal y hace que las gotas se conviertan en picadas de mosquito. Del mismo modo que el caucho se apodera del balón y cualquier remate de cabeza te dejará bolitas negras tan escondidas, que el día siguiente en la oficina aún te las sacaras de las orejas. Tonterías.

Los que entrenan bajo la lluvia parece que son locos que quieran salir a mojarse, a resfriarse y a pasar frío. “Tápate niño!”, chilla la mujer del bar. Un entreno bajo la lluvia parece un día perdido de sofà-manta-sopita-peliculón. De hecho, parece que seas un temerario si vas a entrenar con el coche mientras llueve, porque te obliga a poner los ojos achinados ya que no ves nada entre el agua y el parabrisa. Tonterías.

Los que entrenan bajo la lluvia parecen unos sucios cuando llegan a casa con la ropa y las botas empapadas. Encima toca lavar toda esa ropa que pesa tres kilos de más. Y es que parece que entrenar bajo la lluvia no tenga nada de bueno, ni satisfaga a nadie. Sólo ensucia, molesta al tío del campo que tiene que abrir el día que llueve y al de los vestuarios, que tiene que limpiar más de la cuenta. Hay que estar muy chiflado para entrenar los días de lluvia. Tonterías.

Y es que después de tanta tontería y tanta excusa, no hay nada que te pueda tirar atrás cuándo es «día de fútbol». Levantarte por la mañana sabiendo que esa noche hay entreno, no te lo va a quitar nadie. Aún menos la lluvia. La bolsa preparadita a media tarde, esperando para ir al entreno de media noche. Llegas a esa hora que no sabes si cenar antes o después, y te acabas metiendo un bocadillo a las 21h y dos filetes a las 00h de la madrugada. Porque los días de lluvia, a ver quién tiene los cojones de suspender un entreno de 23 tíos que tienen ganas de vestirse en pantalón corto y pisar el césped. Ya les puedes contar milongas.

Las risas con algún patinazo del compañero o ese chute mediocre con bote imprevisible a dos metros de la línea de gol que lo hace imparable; ese pase duro que se queda corto porque justamente la zona del área está mas encharcada; o el jugador tocho que no controla un balón porque el césped está rápido. Y es que el sudor se mezcla con el agua, y hasta te sientes mejor porque llegas a pensar «coño, estoy sudando de verdad». El sentimiento de valentía se multiplica y la conjura de equipo bajo la lluvia es imparable. Y es que en los días de lluvia, qué bonito es mirar a tu compañero que ha quedado totalmente empapado por tu culpa, ya que tuvo que tirarse al suelo a robar un balón cuándo habías perdido la posición. Así de bonita es la lluvia.

En los días de lluvia toca mojarse, pero que nadie nos quite el fútbol.